El río Bogotá serpentea por 380 kilómetros de Cundinamarca envuelto en un misterio ancestral que se remonta a la época prehispánica. Lo que hoy es un cuerpo de agua repleto de cicatrices, en el pasado fue un lugar de pagamentos donde los españoles dejaron sus huellas en la colonia y conquista de Colombia.
Funza, palabra chibcha que en castellano significa varón poderoso o gran señor, fue el vocablo escogido por los muiscas para bautizar al río más importante de la sabana. En ese entonces, antes de 1530, sus aguas eran sagradas, un regalo de los dioses al que le hacían pagamentos y ofrendas doradas como agradecimiento y en donde las mujeres daban luz a sus hijos.
En la época prehispánica, las orillas del hoy llamado río Bogotá contaban con bosques, venados, ciervos, serpientes, conejos, roedores, pisingos, torcazas y centenares de aves, animales también adorados por los muiscas. Según antropólogos y naturalistas, fueron una etnia poco amiga de la cacería, tendían más bien a ser vegetarianos y eran un pueblo que veneraba la vida animal.
Por las características geográficas de la cuenca del río, una sabana biodiversa con meandros plácidos y calmados y pocos accidentes geológicos, los muiscas la seleccionaron como centro de operación. “Su sabiduría era tan precisa que escogieron las partes más elevadas para situar sus cacicazgos. Reconocían muy bien los lugares secos y las elevaciones, y veían al agua como un elemento sacro, un sitio para los alumbramientos”, dice el historiador y consultor cultural y académico Nelson Osorio.
Cuando el cielo se abría para dejar caer torrenciales lluvias, el río Funza rebosaba sus aguas hasta llegar a los humedales y lagunas de la cuenca, inundaciones que le daban vida a los suelos para cultivar maíz, su producto insignia. “Sabían que era un territorio de inundaciones, por eso no habitaban cerca a sus orillas”.
Bachué y Bochica, sus dos figuras mitológicas más representativas, fueron seres de agua. Según el historiador, Bachué salió de la laguna de Iguaque en forma de una hermosa mujer con su hijo en brazos, con quien después se casó y pobló a toda la sabana. Al envejecer, la pareja regresó a la laguna y tomó forma de serpiente. Bachué fue la diosa y maestra de los muiscas.
Por su parte, Bochica fue el dios supremo de la etnia, un mesías que los liberó de un hechizo de maldad.
“Su esposa, Huitaca, había llenado de promiscuidad y males a los muiscas, además de inundar toda la sabana. Bochica, de cabello blanco, llega como una fuerza del bien para liderar una batalla sideral contra su mujer, a quien convirtió en lechuza. Con el triunfo llevó un mensaje bondadoso a los indígenas y logró frenar las inundaciones al romper con una vara de oro una inmensa roca que detenía las aguas del río Funza: el Salto del Tequendama”.
Nelson Osorio
Historiador y consultor cultural y académico
Los muiscas fueron un pueblo anfibio que concebía al río y sus cuerpos lagunares como su fuente de vida, almacenamiento y abundancia. Las artesanías doradas, que hoy reposan en el Museo del Oro, como tunjos y figuritas de serpientes, ranas, sapos, pisingos y peces, son una muestra fehaciente de su adoración por las criaturas acuáticas.
“La rana, por ejemplo, es un símbolo que se remonta a esa asociación anfibia del pueblo muisca con el agua, con la cascada de 100 metros y los cuerpos líquidos estacionales, donde se reflejaban los rostros del dios Sol y la diosa Luna. Por varias semanas, los muiscas caminaban duras jornadas para asistir a la ceremonia del cacique Guatavita en la laguna verdosa, que empezaba con el último reflejo de luna en el agua y el primer rayo del sol: la ceremonia de Eldorado en Guatavita”, comenta Osorio.
El agua era vista como un gran escenario que le daba vida a la serpiente que zigzaguea por la sabana y a cuerpos sagrados como Siecha, Suesca, Guatavita, Iguaque, Fúquene, el Salto del Tequendama y Tota, esta última ubicada a poca distancia de Suamox o Sogamoso, el gran vaticano muisca donde levantaron el Templo del Sol.
Según Osorio, esa cercanía denota el rol que cumplían sus sistemas de adoración con el agua, sol, maíz y luna. Bacatá, la capital del mundo muisca, era un lugar muy cercano al río, donde 20.000 indígenas hacían ritos ceremoniales de purificación y las mujeres parían en los pequeños remansos del río Funza. El agua era utilizada para consumo, riego de maíz, y curtido y tejido de sus mantas blancas e inmaculadas, similares a las de los arhuacos de la Sierra Nevada de Santa Marta”.
Además del maíz, la economía de los muiscas tenía su mayor representación en la sal, descubierta en las minas de Sesquilé, Nemocón y Zipaquirá, materia prima que intercambiaban con los indígenas del Caribe. “También hacían trueques con esmeraldas y las artesanías en barro que elaboraban con el agua del río. La industria de los muiscas era cien por ciento natural”, precisa el experto.
Los panches, indígenas aguerridos y belicosos que tenían dominio en las tierras del tramo final del río, es decir en los territorios de tierra caliente, eran los únicos enemigos de los muiscas. Para evitar que ingresaran a sus territorios sagrados, los muiscas construyeron torres y atalayas en Tibacuy para vigilar día y noche las posibles incursiones de estos pueblos.
“Sabían que un encuentro con los panches sería garrafal. Los muiscas, pacíficos y calmados, perderían de inmediato la batalla con los panches, indígenas que utilizaban flechas y armas y utilizaban al río Funza como fuente de alimento. Cazaban por medio de barbascos, plantas con propiedades para entumecer a los peces y hacerlos subir a la superficie”, dice Osorio.
Sin embargo, estos pueblos no libraron batallas sangrientas. Lo único que tenían en común era una visión de respeto hacia el río, que utilizaban de formas opuestas: los panches para alimentarse y transportarse hacia los sitios más hondos y caudalosos, y los muiscas como un emporio de lo sagrado. “El código genético de esta civilización era el agua, un mensaje de amor desmedido hacia el río y una vida pacífica sembrado por sus dioses”.
“Eso lo atrajo hacia el suroriente, a las sierras lejanas de Vélez. Allí conoció a los muiscas y quedó enamorado de la geografía plana del clima templado. Los españoles fueron conquistando los terrenos de la sabana, lo que causó pánico entre los muiscas. Como no eran guerreros, muchos indígenas les sirvieron de guías. Otros huyeron de las tropas y algunos murieron de simples gripas, enfermedades que desconocían”, afirma Osorio.
Al ver la sabana, Jiménez de Quesada la llamó el Valle de los Alcázares. Poco a poco, sus tropas fueron saqueando los tesoros de los sitios sagrados de los muiscas, además de torturar a sus zipas y zaques. Los aguerridos panches fueron derrotados en batallas sangrientas por el yugo español.
En abril de 1537, las tropas ocuparon Bacatá, la sede del Zipa. Antes de viajar a España para informarle a los reyes su descubrimiento y hacer la repartición de los tesoros, Jiménez de Quesada escogió un sitio elevado para formalizar su conquista, justo al lado de los cerros orientales donde bajaban riachuelos desde Monserrate y Guadalupe: el hoy Chorro de Quevedo. El 6 de agosto de 1538 decidió nombrarlo Santa Fe, en honor a la Santa Fe de Granada, su pueblo natal.
Ese día, Quesada, en compañía del fray Domingo de las Casas, hizo un acto escenográfico como símbolo de su conquista, donde se celebró la primera misa en Santa Fe de Bogotá. “La Santa Fe de Quesada fue estratégica, ya que por la geografía de la zona sabía que no padecería de inundaciones y podía contemplar el Valle de los Alcázares, una planicie tan bella con fuentes saltarinas de agua, agricultura y montañas imponentes. Allí, en el Palomar del Príncipe, rodeado por los ríos San Francisco y San Agustín, fue donde se construyeron las 12 casas en paja, viviendas para alojar a la tropa”, recuerda Osorio.
A comienzos de 1539 se da un encuentro histórico entre las tres columnas conquistadoras: las de Quesada, ya instaladas en las tierras muiscas, las de Sebastián de Belalcázar, que venía de Quito, y las de Nicolás de Federman, procedentes de Venezuela. Todos tenían la intención de quedarse con las tierras ya no tan sagradas que, aún no estaban legalmente fundadas.
“Lázaro Fonte, que había sido desterrado por Quesada, le informó que el ejército alemán de Federmán venía desde el sur, cuando perdieron su rumbo y llegaron hasta las selvas del Guaviare, al igual que las tropas de Belalcázar procedentes de las fundaciones de Quito, Pasto, Popayán y Cali”, cita Osorio.
El 27 de abril de 1539, luego de acuerdos entre los tres líderes españoles, Quesada decidió fundar la ciudad donde hoy está la Plaza de Bolívar. “Preparó la planicie, arrancó la hierba y clavó un poste, vestido con su armadura española. Así empezó el primer cambio de la cuenca del río Funza, de un territorio netamente indígena y sagrado a un lugar colonial dominado por los españoles”.
Sin embargo, los ataques bélicos no fueron los mayores responsables de su desaparición. Para Osorio, todo empezó con la profanación de sus lugares sagrados, como intentar drenar la laguna de Guatavita para encontrar los tesoros, el incendio del Templo del Sol en Sogamoso, la llegada a Chía, diosa de la luna, y rayar las piedras de Tunja.
“Estos atentados y profanaciones los impulsaron a cometer suicidios colectivos y ahorcamientos. Muchos utilizaron los árboles para colgar sus cuerpos ante la pérdida de su idiosincrasia”.
El choque bacteriológico con los españoles fue el mayor golpe, un colapso que sus defensas biológicas que no pudieron aguantar. Enfermedades desconocidas e introducidas por los nuevos habitantes, como viruelas y gripas, los diezmaron. También padecieron por enfermedades de transmisión sexual, como escorbuto, sífilis y gonorrea, muchas producto de violaciones. Los abortos acabaron con muchas mujeres.
“Al no ser un pueblo belicoso y con espíritu de lucha, muchos muiscas se rindieron por el fatalismo de haber pecado, y sin un Bochica que los salvará de nuevo, consideraron que era mejor morir. Los que sobrevivieron no tenían las armas para pelear con los españoles, por lo cual fueron sometidos”, apunta Osorio.
Su desaparición gradual tomó más de tres generaciones. En la conquista fueron pocos los indios puros que quedaron, pero al mezclarse con los españoles empezaron a surgir mestizos, usados por sus padres como ciervos. “Hoy en día, en lugares como Chía, Sesquilé y las localidades de Bosa y Suba en Bogotá, aún es posible ver rasgos de los muiscas en los rostros de sus habitantes”.
A los panches les fue peor. Por su espíritu combativo tuvieron demasiados encontrones con los españoles, batallas en las que no salieron victoriosos por no contar con herramientas para atacar. Las lanzas y palos de los panches no podían combatir con las armas europeas.
“Estos indígenas no tenían la visión cosmológica y pacífica de los muiscas. Utilizaban el río para todo, para bañarse, alimentarse y esconder sus tesoros, pero no lo veneraban tanto. Era una etnia de trópico, con plumas en la cabeza y desnudos, que convivía con pumas, loros y otras fieras. Sus encuentros con los españoles debieron estar cargados de sangre. No admitieron estar sometidos bajo sus órdenes, porque no eran contemplativos. Su población diezmó de forma rápida”.
Algunos muiscas decidieron aliarse con los españoles para derrotar a los panches, declarados como sus únicos enemigos. “Sumado a esto, las tropas de Belalcázar, en su ascenso por los territorios tropicales, los rechazaron de tajo. Ellos iban tras los tesoros de Eldorado, y al toparse con los panches, decidieron matarlos. Belalcázar era conocido como un asesino”.
Rafael Mamanché proviene de una de las familias muiscas que logró sobrevivir al azote de los españoles. Su rostro indígena, el color azabache de su pelo, la forma delicada como mueve las manos y unos ojos observadores, ratifican que la sangre de sus antepasados fluye con fuerza por sus venas.
Hoy es gobernador de la comunidad muisca Hijos del Maíz, ubicada en el municipio de Sesquilé, un sitio enclavado en una montaña donde le transmite mensajes ancestrales a las 150 personas de 45 familias que hacen parte de su grupo indígena.
“Para nosotros, el río representaba una serpiente: la cabeza era el páramo, sus curvas los cultivos y la energía, las lagunas y otros afluentes las venas y la cola su desembocadura. Nuestra cultura siempre se basó en el agua, razón por la cual hacíamos pagamentos y rituales en señal de agradecimiento. Nunca nos situamos en las zonas de ronda, sino en las montañas. Las crecidas del Funza eran sagradas, le inyectaban vida a los cultivos”.
En cada frase, este hombre de 45 años que siempre está acompañado por Sasha, una pequeña y bulliciosa perrita criolla con pelaje amarillo, no solo plasma el importante papel que cumplía el río para los muiscas, sino las consecuencias de su deterioro y su posible futuro.
“El río que vemos hoy es totalmente ajeno a la visión muisca. Desde la llegada de los españoles perdió su importancia espiritual. Luego fue invadido por el hombre en todas sus zonas de recarga, se llenó de ganado y cultivos y fue contaminado con descargas. Todos los golpes que ha recibido lo han debilitado. Hoy está sumergido en un silencio inmarcesible, pero no está muerto, como muchos piensan”.
Para Mamanché el río está dormido, pero en cualquier momento despertará para mostrar su enojo y reclamar lo suyo. “En 2011 tuvo un leve despertar, cuando se desbordó por la época de lluvia. Algo parecido vio Bachué cuando se convirtió en serpiente y regó las aguas por toda la sabana”.
Afirma que es urgente reactivar al antiguo Funza. “Debemos devolverle su cauce original, sus cientos de humedales desecados, dejar la construcción en sus rondas y sembrar árboles. Pero ante todo, tenemos que reconocerlo como río y fuente de vida”.
Mamanché desborda sabiduría en cada uno de sus poros, como si el espíritu de alguno de los zipas de Bacatá o los zaques de Hunza habitara dentro de él. “La madre tierra siempre se ha cuidado sola. Tarde o temprano se cansa de tanto mal y despierta para empezar de ceros. Debemos reconocer nuestro cuerpo como esa serpiente ancestral de los muiscas: la cabeza es la montaña, los pulmones la naturaleza, la sangre el agua, las piernas la tierra y el corazón el fuego interno. Así funciona el medioambiente”.
“Esas reparticiones derivaron en las más grandes y ricas haciendas, ubicadas en el costado occidental del río, casi todas a la margen derecha, como el Novillero, Canoas y San Jorge. Estas construcciones fueron herencias que construirían el patrimonio latifundista del Marqués de San Jorge, padre de Jorge Tadeo Lozano, en su época el español más rico de la Nueva Granada”.
El río pando, tranquilo e inundable, rebautizado como Bogotá, empezó a cambiar por dragados en sus zonas de ronda, acciones que tenían el propósito de recuperar tierras para la agricultura o encontrar los tesoros depositados por los muiscas, figuras en oro que los españoles anhelaban.
“Esa búsqueda de tesoros también llegó a las lagunas sagradas, como Tota, en ese entonces del doble de tamaño, y a su nacimiento en el páramo de Guacheneque. En esa época llegaron los primeros latifundistas”, anota Osorio.
Otro cambio en las cuencas alta y media del río fue la agricultura. Lo que en la era prehispánica fue un emporio gobernado por el maíz, con algunos parches de papa y frijol, la sabana empezó a pintarse del amarillo del trigo, además de cebada y otras hortalizas introducidas por los españoles.
“Las zonas aledañas al río pasaron de ancestrales a coloniales. Una de sus muestras más certeras fue la instalación de molinos impulsados por agua para triturar el trigo, cultivo símbolo de la civilización española para hacer pan que data desde las culturas más primitivas del mundo. Me imagino que para los españoles fue una barbarie encontrar tubérculos nada agraciados como la papa, por lo cual trajeron semillas doradas desde el viejo continente en barcos. El verlas germinar en la sabana debió ser un éxtasis absoluto”, asegura Osorio.
Para la construcción de los molinos, los españoles hicieron uso de piedras de varias canteras, las cuales tallaron en forma redonda. “Las aspas, impulsadas por el agua, hacían que la piedra se moviera y fuera triturando el grano. Los cultivos de trigo, en zonas que el río Bogotá bañaba, valorizaron mucho la tierra. Finca que se respetara estaba cerca al cuerpo de agua y tenía molinos”.
Osorio tiene la hipótesis de que algunos tramos del río Bogotá fueron utilizados por los españoles para navegar, una actividad difícil en un afluente pando y poco caudaloso. Posiblemente, en terrenos de Chocontá, Chía, Cota, Funza y Soacha, pequeñas embarcaciones de los españoles servían para pasar de una finca a otra.
“Los meandros tranquilos del río pudieron ser aprovechados como pequeñas vías de comunicación fluvial, pero solo entre fincas para acortar camino. Además, los españoles eran muy recelosos con la comunicación entre ciudades o provincias, hasta con sus mismos vasallos”.
La religión católica se apropió de la zona. Los misioneros españoles convirtieron al cristianismo a los pocos muiscas sobrevivientes, quienes caían fácilmente. Otra teoría de Osorio es que el río o sus remansos fueron utilizados por los europeos para hacer bautizos.
En la cuenca baja, antiguos dominios de los panches, los españoles también dejaron huella. Terrenos de municipios como El Colegio fueron sitios para la construcción de haciendas, y la agricultura empezó a despegar en la zona.
De un territorio sacro y ancestral, la cuenca del río Bogotá se convirtió en la fuente económica que abastecía a los españoles. Los afluentes de la zona, como el Tunjuelo, Juan Amarillo, Fucha y Sisga, le brindaban el líquido vital a la población y sus suelos daban vida a una amplia diversidad de cultivos nativos y foráneos.
“Por la lejanía del río Bogotá con la Santa Fe de la Nueva Granada de Quesada, más de 40 kilómetros, sus aguas no eran utilizadas para el abastecimiento. La zona contaba con una riqueza hídrica, representada en esas quebradas cristalinas que nacían en los cerros”, anota Osorio.
El siglo XVIII, que anticipa la llegada de la independencia al territorio nacional, ve llegar la segunda dinastía real española, los Borbón, con un modelo de calles más centralizadas para el control colonial de sus cuatro grandes virreinatos. El virrey de la Nueva Granada fue Sebastián de Eslava, que no reinaba en Santa Fe sino en Cartagena de Indias.
Con el paso del tiempo primó la condición de capitalidad de Santa Fe, con virreyes como Solis, Espeleta, Flórez, Gutiérrez de Piñeres y Amar y Borbón, quienes le dieron mayor protagonismo a la cuenca.
El río aparece necesariamente en las vías de los viajeros que trataban de ingresar a la ciudad, ya que en esa época la gran arteria de comunicación con el reino de la Nueva Granada era el río Magdalena. Pero las flotas solo tenían navegación hasta Honda, y años después hasta Girardot.
“El bajo caudal, los sedimentos y los pocos rápidos del río Bogotá, impedían la navegación de grandes vapores. Por eso, los viajeros se bajaban en Honda para ingresar por el occidente y atravesar los municipios de la cuenca baja por las trochas abiertas por los panches. La mayor limitación era el Funza o Bacatá, al que muchos describieron como un riachuelo o hilo delgado por no contar con las grandes dimensiones del Magdalena”
Un punto estratégico y de descanso fueron las tierras de Canoas en Soacha, donde los viajeros cruzaban el río en planchones o balsas muy grandes en tabla. Los caballos los esperaban a la otra orilla para transportarlos a Santa Fe. Uno de esos viajeros fue el geógrafo, naturalista y explorador alemán Alexander von Humboldt, quien desde 1799 dio inicio a una expedición por las colonias españolas en América en Cuba, Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y México.
En septiembre de 1799 llega Humboldt a Santa Fe, una de sus paradas en los cinco años que duró su expedición por Sudamérica. Los caballos del virrey lo recogieron en Canoas. Su fuerte era la geografía económica y física y el tema geológico. En el fondo, quería medirle el aceite económico a España, basado en el oro en Colombia y la plata en Perú y México.
Pero su obra trascendió a esos aspectos, abarcando otros temas como el paisaje, los volcanes, el curso de los ríos, las corrientes marinas, el viento y las especies botánicas y zoológicas, resultados que recopiló en los 30 volúmenes de su gran obra: Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente.
Humboldt estuvo cerca de seis meses explorando tierras colombianas, viaje que incluyó los terrenos aledaños al río Bogotá. Uno de sus mayores sorpresas fue encontrarse con una apoteósica cascada por donde bajaban a toda velocidad las aguas del río: el Salto del Tequendama.
En uno de sus diarios escribió que no se trataba de la caída más alta del mundo, pero sí en la que más se precipita y evapora tanta agua. Según el viajero, con barómetro en mano, determinó que la cascada tenía 177 metros de altura (91 toesas). Casi le atina, ya que luego la ciencia determinó de que el Salto del Tequendama tiene una altura de 157 metros.
“Una de sus declaraciones más polémicas de Humboldt fue la poca capacidad que vio para lograr una independencia del yugo español, lo que al parecer no le gustó mucho a Simón Bolívar, a quien conoció en 1804 en Francia”, cuenta Osorio.
Mucho antes de la llegada del explorador alemán, en 1783, José Celestino Mutis inició un viaje de 30 años por las tierras del Nuevo Reino de Granada, una expedición botánica que llegó a los antiguos terrenos de los muiscas y panches, como los páramos de la cuenca alta y media, la laguna de Pedro Palo y los bosques de niebla en Tena y La Mesa, además de otros sitios del país como Guaduas, Honda y Mariquita.
La primera cuenca que Mutis trabajó y observó detalladamente fue la del río Bogotá. Entre sus principales hallazgos están los frailejones de los páramos como Chingaza y Guacheneque, “una especie divina con un peluche repleto de agua que Mutis descubrió y nombró como espeletia, en honor al virrey de la Nueva Granada José Manuel de Ezpeleta”.
Mutis recorrió palmo a palmo las tres cuencas del río Bogotá, donde clasificó diversas especies de plantas como la quina de los bosques de niebla en Tena, zona cercana al Salto del Tequendama, que fue el primer establecimiento de clima medio que tuvo a su disposición.
“Además de orquídeas y quinas, Mutis descubrió el té de Bogotá, un hallazgo que clasificó como potencial para convertirlo en un cultivo a nivel mundial. Pero eso se quedó sin estudiar mucho”, apunta Osorio.
Otra de sus pasiones fue el tema cultural y ancestral. Su rol como sacerdote, visto como el médico del alma, le facilitó acercarse a los pocos indígenas sobrevivientes. “Recorrió toda la cuenca buscando muiscas que recitaran palabras extrañas de su lenguaje chibcha, una encomienda que le dio el rey Carlos III para un diccionario de vocablos raros y aborígenes que quería hacer la emperatriz Catalina II de Rusia. “El diccionario quedó tan bien hecho que el rey se quedó con él”.
Osorio anota que la época de la colonia cierra con esos hitos de empoderamiento del paisaje y la visita de los expertos a la cuenca del río Bogotá, “lo que en su tiempo indicó que la naturaleza podía ser aprovechada para el progreso. Con un río científico e histórico concluye la colonia”.
El fin del dominio del imperio español empezó en 1810, con las batallas lideradas por Napoleón Bonaparte que tenían como objetivo emancipar a los territorios gobernados por el Virreinato de la Nueva Granada.
En 1819, las tropas comandadas por Simón Bolívar libraron las batallas de Paya, Pantano de Vargas y Puente de Boyacá. En esta última, el 7 de agosto de 1819, se dio la gran victoria de Bolívar y su ejército, que marcó la independencia de Colombia.
Con el cese de la horrible noche, algunos de los municipios que conforman la cuenca baja del río Bogotá fueron recorridos por los líderes de la independencia a través de las antiguas trochas abiertas por los panches, ya empedradas por los españoles para el paso galopante de los caballos y mulas.
Miguel Ángel Rico, un tolimense con más de siete décadas de vida que lleva 15 años como uno de los historiadores más reconocidos en Tocaima, asegura que este municipio tropical fue un punto de encuentro histórico entre Simón Bolívar y el entonces vicepresidente Francisco de Paula Santander.
“Fue a finales de 1826. Por este camino real, construido por los panches, llegó Bolívar luego de liberar a los países del sur. Acá lo esperaba Santander para evitar un rompimiento total. En Tocaima firmaron un acuerdo histórico que sirvió como norma orientadora de la política seguida por los dos gobernantes”.
El camino de piedra de Tocaima era una megaobra que conducía a Bogotá y seguía hacia Agua de Dios, Neiva, la Plata y Popayán. “Esta trocha, que hoy es conocida como camino real, fue una vía fundamental en la historia de nuestro país. Tocaima era un territorio panche, indígenas exterminados por los españoles para quitarles el oro, donde tenía dominio el cacique Guacaná, el más poderoso de los jefes comarcanos”, recuerda Rico.
Osorio coincide con ese relato. “La cuenca baja, por donde el río Bogotá fluye mucho más caudaloso y agreste, aún cuenta con varias trochas que datan de la época de los panches, que comunicaban al Tolima con Bogotá. Fueron pasos de indígenas, españoles y de los libertadores”.
En 1830, según Osorio, ocurrió otra reunión muy importante en Apulo, cuando Bolívar ya estaba radicado en Santa Marta con la intención de viajar a Jamaica. “Al presidente encargado Joaquín de Mosquera y al vicepresidente Domingo Caicedo, se les empieza a ver ínfulas autonomistas. Rafael Urdaneta, general venezolano, le da un golpe de estado a Mosquera. En Apulo, a orillas del río Bogotá, el vicepresidente se reúne con el militar para llegar a una negociación y lo convenció de retirarse. En ese entonces, 70 por ciento del ejército era venezolano”.
Venezuela le tomó la delantera a Colombia. En 1830, el ingeniero militar italiano Agustín Codazzi, fue encomendado para elaborar los mapas de todo el país, un trabajo al que destinó más de ocho años. Hacia 1849 llegó a la Nueva Granada, luego de un exilio detonado por los gobernantes venezolanos.
En 1850, Codazzi llega a Bogotá para liderar la Comisión Corográfica, un grupo de expertos que tenían la responsabilidad de hacer el mapa de Colombia. Arrancó por varios terrenos de Bogotá y Santander, los que ya conocía cuando era militar en la independencia, y hacia 1855 se dedica a explorar las zonas del río Bogotá”, dice Osorio.
En esos viajes por la sabana y los terruños cálidos del río Bogotá, Codazzi exploró las zonas paramunas, las Piedras de Tunja, el río Negro y el Salto del Tequendama, sitios donde no solo anotó y registró aspectos topográficos y paisajísticos, sino información económica y de las costumbres culturales.
“Codazzi se encontró con ese río en estado puro. Además de describir la cascada de más de 100 metros del Salto del Tequendama, como lo hicieron Humboldt y Mutis, el italiano hizo un estudio más metódico, que abarcó la biodiversidad, la gente, las formas y la economía. La Comisión Corográfica fue un legado de observación y empoderamiento del paisaje con la vida del hombre, que marcó con el inicio de otros trabajos de científicos como el botánico José Jerónimo Triana”
Antes de los indígenas, Tocaima fue habitado por mastodontes, tortugas y cocodrilos gigantes. Pubenza, una vereda ubicada a 15 minutos del casco urbano, es hoy en día un gran campo de exploración de fósiles.
En septiembre de 1972, Manuel Mendoza encontró uno de esos indicios prehistóricos en una mina de yeso de su propiedad, mientras le daba pico y pala a las rocas. Atraído por los colores raros en el cerro de Piedras Negras, decidió excavar más profundo.
Halló huesos de gran tamaño que no correspondían con la fauna del sector. Alcanzó a sacar 100 partes de un mastodonte de más de 15.000 años, una especie evolutiva del mamut y el elefante que hoy en día está en el museo de Ingeominas. También se topó con huesos de un cocodrilo y antiguos petroglifos de los paches”, dice Rico, el historiador de Tocaima.
Treinta y tres años después, paleontólogos, arqueólogos y habitantes dieron con un mastodonte infantil que habitó en la zona hace 16.000 años, además de cocodrilos y tortugas. Los restos hacen parte del Museo Paleontológico y Arqueológico de Pubenza, ubicado en la antigua estación férrea La Virginia e inaugurado en 2005.
La entrada del museo exhibe una estatua de un mastodonte gris, encerrada con barrotes metálicos. Los restos del mastodonte bebé están confinados en una caja de cristal que permite ver el cráneo, mandíbula y dos pequeños colmillos.
“Todo esto era mar. Con los choques desde el centro de la tierra fueron elevándose las cordilleras, al igual que rocas mesozoicas. Esto permitió que los animales del norte migraran hacia el sur. Tocaima albergaba un gran pantano con abundante vegetación, sitios frecuentados por mastodontes para alimentarse. Esta especie no corrió con suerte y se extinguió en el fango, para luego convertirse en fósiles”
Para el historiador empírico, estos dos mastodontes son tan solo un pequeño indicio de lo que esconde Pubenza. “Los vestigios más antiguos sobre la presencia de humanos en Colombia provienen de Tocaima, en Pubenza, y datan de hace 17.000 años”.
Lo que fue un sitio sagrado con una belleza natural inmensurable, un paso con huellas de la historia de la colonia y la conquista y un área cargada de historias de la independencia, hoy sucumbe ante la contaminación y el rechazo de las más de 12 millones de personas que habitan en la cuenca.
Según Daniel Ricardo Jiménez, historiador y museólogo del Archivo General de la Nación, la mayoría de colombianos tiene la imagen errónea de que el río Bogotá siempre fue una cloaca o mancha negra nauseabunda, debido a los altos niveles de contaminación aportados por la ciudadanía.
“Los muiscas se dejaron embrujar por las bondades ambientales del río y lo bautizaron como el alma de la sabana. Ellos tenían una relación muy cercana con el Funza, en especial en épocas de lluvia. Todos los años esperaban las inundaciones, que traían nuevos sedimentos para renovar las tierras de los cultivos”.
Jiménez, graduado de la Universidad Javeriana, afirma que luego de la creciente anual, durante los primeros meses del año, los indígenas hacían sus siembras. “Por eso, el río era el alma de su territorio. Vivían de él. Su mundo y comportamiento tenían como materia prima al agua y todo estaba íntimamente ligado a su cosmología. Las figuras y animales que adoraban, como la rana y la serpiente, son relaciones con los espacios lacustres”.
El historiador considera que con la llegada de los españoles a las tierras muiscas, la relación con el río cambió, pero de una manera amable y sin mayores impactos negativos. “El río se volvió un referente de costumbres culturales. Además de continuar con la agricultura, empezó a ser visto como un sitio de recreación, reposo y descanso. Así nacieron los tradicionales paseos de olla y otras prácticas que se alargaron hasta finales del siglo XIX”.
La relación armónica con el río tuvo su punto de quiebre en el siglo XX, a medida que los asentamientos se fueron acercando a las regiones naturales, olvidando por completo el aprendizaje de los muiscas y dando inicio a la problemática que hoy todos conocen.
“En 1900, Bogotá era una ciudad de menos de 100.000 habitantes. Hacia 1930, por las migraciones de la violencia, el crecimiento en la capital fue descomunal, lo que conllevó a que la relación con el río se tornara de armónica a traumática”, anota Jiménez.
Afirma que los años 80 fueron fatales por la contaminación de las aguas y el cambio del cauce. “El río empezó a recibir vertimientos de 3 o 4 millones de habitantes. Las industrias se ubicaron de Puente Aranda hacia abajo, ya que les quedaba cercano el río para verter sus desechos”.
El río fue sometido a una alteración de su recorrido natural para urbanizar sus zonas naturales y favorecer a ciertos particulares. “Se clausuraron meandros para darle forma lineal, lo que generó una pérdida de amortiguación e incremento de inundaciones”.
Entre 1940 y 2000, el Bogotá ya no era visto como un río. “Los asentamientos urbanos, que nunca debieron llegar, empezaron a botarle basuras y descargas diarias, lo que le dio su título de cañería o cloaca y causó la pérdida de su visión agrícola”.
El experto puntualiza que es hora de romper con el paradigma de que el río Bogotá siempre ha sido una cloaca. “Como no conocemos su historia, no tenemos un sentido de pertenencia con el río. Los culpables de su deterioro somos todos, por permitir asentamientos en sus riberas y usarlo como alcantarilla”.